Si se queda es que no estamos tan mal. La excusa era tan burda, tan ridícula, que todos temíamos que escondiese algo mucho peor.

Algunos especulaban con que Pedro Sánchez no fuese en realidad un cínico y no estuviese simplemente riéndose de nosotros, sino que algo grave le estuviese pasando. Que fuese, por ejemplo y de verdad, un hombre profundamente enamorado, incapaz como un pobre adolescente de afrontar los retos de la presidencia con la serenidad debida.

Otros, un poco más románticos, llegaron a temer la mano negra del mismísimo Benjamin Netanyahu y los menos veíamos el anuncio de la crisis final, del abandono de la caridad europea y de cualquier posibilidad de alcanzar, a nuestra ya indeterminada edad, una cierta estabilidad económica y tranquilidad vital.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la entrevista que ha concedido a TVE.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la entrevista que ha concedido a TVE. TVE

Que se quede es un alivio porque quiere decir que no estamos tan mal. Que todavía podemos estar mucho peor.

Sánchez sigue siendo el que era y todo sigue igual, pero un poquito peor. Esta pantomima no ha sido nada más, pero tampoco nada menos, que un punto y aparte en nuestra ya larga decadencia hacia el autoritarismo y la pobreza.

Sánchez afirma que se queda por aclamación popular. Una aclamación popular que incluso antes de que la ratificase Tezanos ya sabíamos que era falsa. Porque siempre lo es. Y que sirve para lo mismo que todo lo demás. Para profundizar en esta deriva autoritaria de quien quiere reducir la democracia a un plebiscito diario sobre su persona y para amedrentar a los jueces, la prensa y la oposición.

Una aclamación popular que en la realidad alternativa a los hechos alternativos consistió en convocar a cuatro militantes delante de Ferraz para salvar la democracia a ritmo de Rigoberta Bandini. Las imágenes de María Jesús Montero y Patxi López, bailando y gritando emocionados, quedan ya para la memoria histórica.

Es cierto, que vistas desde fuera, estas exhibiciones de histeria colectiva son siempre ridículas. Pero el fin justifica cualquier ridículo. Y que sea tan ridículo no lo hace menos peligroso, sino más.

Porque de lo que están haciendo, de lo que les ha hecho Sánchez a los suyos y de lo que estas pobres gentes se han dejado hacer, uno no vuelve como si nada.

Y si la historia y los antiguos tuiteros de Podemos nos enseñado algo es que alguien capaz de hacerse eso a sí mismo, alguien capaz de renunciar al más mínimo pudor y apariencia de dignidad, alguien capaz de convertirse en una parodia de sí mismo, es también capaz de hacerle cualquier cosa a los demás.

Nos lo había enseñado Nietzsche. De la moral de esclavo surge siempre el resentimiento y todas sus terribles consecuencias.

Es una amenaza que estos días se ha hecho presente desde múltiples focos del más patético sectarismo.

Desde el mundo de la cultura, sobre el que no hay sorpresa ni nada que añadir. Todo lo que había que decir ya lo dijo Juan Carlos Ortega en un capítulo de su pódcast para la historia titulado Los premios Velázquez del cine. Y lo único que nos queda es constatar, una vez más, que la realidad siempre supera a la ficción.

Son esos periodistas e intelectuales afines, tan finos analistas del populismo, de la deriva autoritaria y de los peligros de la democracia plebiscitaria cuando el procés y que ahora no ven la viga en el ojo propio porque esta vez sí que va en serio y esta vez sí que se hace desde el poder y con posibilidades de triunfar.

Que estas comparaciones que no hacen ellos le sirvan al menos de recordatorio a la derecha para evitar refugiarse en ese triste y fracasado mantra consolador del independentismo cuando decía y repetía que "Europa no lo permitirá".

Lo que le ha hecho Sánchez a su queridísimo partido, a sus militantes y a las pobres gentes que cargan con el féretro del PSOE, queda ya para la historia del caudillismo español. Lo mató porque era suyo, en una práctica que antes escandalizaba a feministas, pero que ahora ya ni eso.

Lo que se hayan dejado hacer el feminismo y las feministas, usadas aquí como la más lamentable excusa para sus jugadas maestras, es cosa suya. Y lo que hace con Begoña Gómez, aún más. Supongo que a ratos quererse es usarse. Pero lo que nos hace a nosotros en nombre del feminismo y de Begoña sí que merece comentario.

Porque de ahí sale la conclusión sensata y moderada que todo buen demócrata debe aceptar y que se supone que tiene que marcar ahora la línea de lo aceptable y lo fascista e indecente. Es decir, la excusa con la que pretenden hacernos tragar con todo lo demás y lo que venga.

Es trampa y es mentira que Begoña esté fuera de todo debate público. Que la familia no se toque, como si este nuevo pacto democrático fuese en realidad un pacto entre clanes mafiosos. No es sólo que sea hipócrita por todo lo que han dicho y seguirán diciendo de la familia de Feijóo, Ayuso y cuantos sea necesario desacreditar.

Es que una cosa sería que Begoña robase cremas en el súper o tuviese un problema de adicción al gelocatil. Exigir esa ejemplaridad a la mujer del césar no es cosa nuestra, sino del césar. Es cesarismo, no democracia.

Pero cuando la mujer del césar trafica con influencias no lo hace nunca por cuenta propia. No es, ni puede ser, un vicio privado que haya que respetar en nombre de la higiene democrática y el respeto a la vida personal de los políticos y demás blablás.

¿Con qué influencias podría traficar su mujer si no con las del césar?

Las únicas influencias que se le conocen, y con las que podría traficar, son precisamente las que derivan de su condición de esposa de un presidente enamorado. Sólo con la influencia de Pedro Sánchez y de los suyos podría traficar Begoña.

Y esas hay que fiscalizarlas. Y mucho.

Sánchez se queda y dibuja sobre el fango la línea que no hemos de cruzar. Esa línea que separa a su esposa (y a él y a todos los suyos) de todo tipo de escrutinio público es una amenaza que hay que tomarse muy en serio.

Es una amenaza contra los jueces, que quedan ya señalados y desprestigiados hagan lo que hagan, por serviles o por fascistas, y es una amenaza contra los medios, especialmente los afines. Y es una amenaza, en definitiva, contra la democracia.

Ya veremos qué agenda legislativa pondrán a la altura de tan alta causa. Pero de momento debería bastarnos para tirarnos de los pelos escuchar a Yolanda Díaz, la antifascista, decir que nuestra vida ya es muy complicada y que ella trabaja incansablemente porque no tengamos, encima, que preocuparnos de la política.